Cuatro horas de viaje. La carretera es un como un hilo blanco y largo que divide el desierto en dos. El primero es un desierto rocoso e inhóspito en apariencia. El segundo, a lo lejos, un centenar de dunas compactas y de un color amarillo perfecto que se extiende hasta las lejanías que el ojo alcance a divisar. Vista desde cierta altura, la inmensidad de dunas parece un helado de Vainilla gigante, un montón de crema de helado a punto de derretirse.
Es trabajo arduo escalar una duna, pero arriba todo es paz, arriba todo es calma. En esta parte del mundo se juntan el desierto y el mar y lo único que los divide es una carretera. Ya en lo alto la brisa cálida y salada del océano deshace el sudor y repone el ánimo, pero irrita los ojos al punto de que uno piensa, por un momento, que ese incesante mundo de arena blanca es un espejismo.
Uno está tentado a pensar, desde lo alto de la duna y con el viento suave en las narices, que la verdadera calma, que la verdadera armonía, que la poesía más lúcida está en esta conjunción de los opuestos. En este encuentro entre infinitos mundos de agua y arena, por ejemplo. En la comunión de dos inmensidades así de opuestas.
Dunes - Swakopmund - Walvis Bay, a set on Flickr.
Las fotos están brutales, Javier, qué experiencia tan bacana la que está viviendo.
ResponderBorrarPásela bien y no deje de enviar fotos.
Tomáz.