A algunas niñas se les enseña que así funciona el mundo. Se les enseña que hay castillos así fantásticos, en parajes maravillosos, y que algún día vendrá una suerte de príncipe azul y que en su castillo encontrarán una felicidad dulce e incesante. La relación entre lo femenino y lo masculino está intimamente ligada a esta imágen del príncipe proveedor y la hermosa princesa.
Si tuviera una hija le contaría la versión completa de las historias románticas. Le contaría, por ejemplo, la historia de Ludwig II, que es la historia real de uno de estos príncipes azules y sus relucientes castillos.
Podría contarle que Ludwig II, cuando ya era el rey Ludwig II, rompió su compromiso con una princesita austriaca también de ensueño, y que nunca se casó. Que era problamente un genio, pero lo tildaban de loco. Que puso toda su fortuna al servicio de unos proyectos fantásticos que no vió finalizados.
Su historia puede ser contada como la historia de un lunático. Muchos ponen en duda la grandeza de su legado sugiriendo que se trata de la obra de un demente, pero basta con visitar Neuschwanstein para darse cuenta de que solo un genio podría haber puesto en marcha semejante empresa. El castillo de Neuschwanstein parece un espejismo: una imágen sacada de los cuentos de los hermanos Grimm o de una opera de Richard Wagner. Es una obra arquitectónica literalmente increíble que parece puesta sobre una piedra gigante en el sur de Alemania precisamente para recordarle a todo el mundo que la realidad puede superar con creces a la ficción.
A Ludwig II lo declararon demente antes de que el castillo estuviera terminado, lo despojaron de su trono y lo enviaron a un lugar no muy lejano en el que poco tiempo después lo hallaron muerto misteriosamente. Algunos dicen que se trató de un suicidio por ahogamiento y otros sugieren que fué un asesinato.
Quizá convenga, en todo caso, enseñarle a las niñas que esos principes azules de los cuentos de hadas no existen. Que los hombres que se embarcan en empresas así de fantásticas son usualmente tildados de locos. Quizá convenga sugerirles que el mundo es más complicado, que las ficciones románticas llenas de castillos y principes azules están inspiradas en otras historia reales marcadas por la fatalidad.
Podría contarle que Ludwig II, cuando ya era el rey Ludwig II, rompió su compromiso con una princesita austriaca también de ensueño, y que nunca se casó. Que era problamente un genio, pero lo tildaban de loco. Que puso toda su fortuna al servicio de unos proyectos fantásticos que no vió finalizados.
Su historia puede ser contada como la historia de un lunático. Muchos ponen en duda la grandeza de su legado sugiriendo que se trata de la obra de un demente, pero basta con visitar Neuschwanstein para darse cuenta de que solo un genio podría haber puesto en marcha semejante empresa. El castillo de Neuschwanstein parece un espejismo: una imágen sacada de los cuentos de los hermanos Grimm o de una opera de Richard Wagner. Es una obra arquitectónica literalmente increíble que parece puesta sobre una piedra gigante en el sur de Alemania precisamente para recordarle a todo el mundo que la realidad puede superar con creces a la ficción.
A Ludwig II lo declararon demente antes de que el castillo estuviera terminado, lo despojaron de su trono y lo enviaron a un lugar no muy lejano en el que poco tiempo después lo hallaron muerto misteriosamente. Algunos dicen que se trató de un suicidio por ahogamiento y otros sugieren que fué un asesinato.
Quizá convenga, en todo caso, enseñarle a las niñas que esos principes azules de los cuentos de hadas no existen. Que los hombres que se embarcan en empresas así de fantásticas son usualmente tildados de locos. Quizá convenga sugerirles que el mundo es más complicado, que las ficciones románticas llenas de castillos y principes azules están inspiradas en otras historia reales marcadas por la fatalidad.
Yo me quedo con la demencia, Javier. Ser príncipe azul no es negocio...
ResponderBorrarUn abrazo, grandiosas fotos.
Átomo.