Un ensayo breve sobre el Hijo del Siglo (la última novela de Antonio Scurati) y lo que nos puede decir sobre los populismos contemporáneos, incluyendo el uribismo.
La primera aprehensión que debe sortear la última novela de Scurati tiene un cierto doble filo: En primer lugar, si lo que busca el lector es un mejor entendimiento del fascismo y sus orígenes, cabe preguntarse por qué hacerlo a través de una novela y no a través de textos académicos que por su naturaleza están llamados a ser más rigurosos. Una alternativa reciente podría ser la obra de Jason Stanley:
¿Cómo funciona el fascismo? que aunque tiene el título pretencioso de un best-seller americano ha sido muy bien recibida por la crítico. En el ámbito más académico, también podría preferirse el trabajo del historiador del fascismo Emilio Gentile. Por otro lado, si lo que busca el lector es entretenerse con una novela inspirada por los totalitarismos de principio del siglo 20: ¿por qué escoger la obra de Scurati, que renuncia por lo menos parcialmente a la libertad creativa que ofrece la ficción?
Esta primera aprehensión es fácilmente superada por la extensa documentación en la que se funda Scurati para escribir el Hijo del Siglo y por su prosa precisa y llevadera traducida al Español por Carlos Gumpert. Se trata de una novela de no-ficción de un escritor que es a la vez un académico. Está repleta de citas directas de artículos de prensa de la época y de la correspondencia de los personajes principales, al punto que parece una investigación casi obsesiva sobre las mentes de los héroes y anti-heróes de la Italia que vió surgir al fascismo. Además, la decisión que toma Scurati de narrarla de forma episódica y desde la perspectiva de diferentes personajes la aleja del ritmo monótono en el que podría estar escrito un libro canónico de historia italiana. Me atrevo a decir que el resultado final es un texto que logra combinar el rigor de la academia y la belleza del lenguaje literario de la novela.
Otra crítica frecuente está ligada a la decisión de contar el origen del fascismo desde la perspectiva de los fascistas fundadores. En algunos círculos culturales europeos se ha acusado a Scurati de exaltar a la imagen de Benito Mussolini o de contribuir a la fascinación por el Duce, que resurge en estos días de la mano de populistas como Salvini o Le Pen. En lo que respecta a esta crítica, me parece muy atinada la respuesta que ofrece el propio Scurati en
esta entrevista para El Cultural:
"P. ¿Por qué adopta el punto de vista de los fascistas?
R. Porque desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el fascismo, el nazismo y el totalitarismo siempre se han contado desde el punto de vista de las víctimas, y fue necesario y justo hacerlo así, pero eso formaba parte de esa cuestión prejudicial antifascista que dejaba en sombras la otra mitad, la parte oscura. Los fascistas, los nazis, los franquistas, ¿quiénes eran? ¿Por qué hicieron lo que hicieron? ¿Qué veían cuando miraban el mundo? Hoy como ese prejuicio ha caído y estamos de nuevo en un terreno en el que todo es posible, con líderes como Salvini que suelta alegremente frases de Mussolini, hoy es necesario contar el mundo desde el punto de vista de los fascistas. Eso no significa que estés de acuerdo con ellos; al contrario, lo hago con la esperanza y la convicción de que si contamos lo que pasó sin velos ideológicos, sin posiciones políticas preconcebidas, al final de la lectura llegará la condena por parte del lector, y además será más sincera, más pura, más sentida."
Hay que agregar, además, que el retrato que pinta El Hijo del Siglo sobre Mussolini es el de un narcisista que está dispuesto a hacer lo que sea para aferrarse al poder. Un hábil hombre de masas y un talentoso encantador de serpientes, sin duda, pero un sociópata al fin y al cabo. Aunque el narrador a veces parezca maravillado con alguna de las estratagemas políticas de Mussolini, no hay equivocaciones morales ni apologías al fascismo en esta novela. Lo que prima es la intención de entender al fascismo tal cual lo intentó hacer el propio Giacomo Mateotti, uno de los opositores más valientes de Mussolini y uno de los personajes principales del libro: Remitiéndose a los hechos. Si a alguien se le aviva mucho la admiración o la simpatía por el Duce después de leer El Hijo del Siglo, me atrevo a decir que ese alguien es un caso perdido.
Otro aparente vicio que aqueja a esta novela de Scurati es su extensión: La traducción al Español se extiende por 824 páginas. Una vez leída, sin embargo, es difícil identificar algún episodio que sobre. Se trata de una obra literaria que pretende adentrarse en el fenómeno del fascismo sin caer en el error frecuente de trivializarlo a través de la propaganda. Hay que suponer que habría sido muy difícil explicar en muchas menos páginas la forma en la que un expulsado del socialismo fundó un colectivo que pasó de ser una fuerza política marginal a ser el hegemón de la política italiana en un lapso de aproximadamente 10 años. No hay duda de que es un libro largo, pero no se lee como un ladrillo. La prosa de Scurati logra llevarnos, entretenidos, desde la fundación de los fascios a la marcha sobre Roma hasta el magnicidio del valiente Giacomo Mateotti.
Superadas las aprehensiones, lo primero que habría que decir es que esta novela de Scurati es extraordinariamente oportuna. Presenciamos el auge de una nueva generación de caudillos y hombres-fuertes que juega un papel preponderante en la política en los cuatro puntos cardinales, incluida Europa, que parece coquetear con los errores del pasado. Uno de los más ruidosos de todos los nuevos caudillos del viejo continente (excluyendo a Rusia) es
Viktor Orbán, que se presenta a si mismo como el hombre capaz de defender a Europa de la “invasión musulmana” y ha logrado erosionar las instituciones democráticas Húngaras para aferrarse al poder desde 2010. Pero quizá las vueltas de tuerca más sorprendentes y dolorosas han ocurrido en países cuyas culturas políticas uno supondría más resilientes dado el peso de su historia. En la Polonia que sufrió tanto la crueldad de los nazis como la expoliación de los comunistas, el abominable Jarosław Kaczyński y su partido del “Derecho y La Justicia” (PiS) han logrado una mayoría apabullante en el legislativo y a través de ella (y de los subsidios a su clientela) el debilitamiento de la separación de poderes, la captura de los medios de comunicación y la imposición de una agenda regresiva que apela a las sensibilidades religiosas de los polacos.
En Alemania,
Alternative für Deutschland (AFD), un partido fundado por euroescépticos, ha sido capturado por una facción de neo-nazis de closet que logró un porcentaje del 12,6% de los votos en las elecciones federales de 2017 y 94 sillas en el parlamento Alemán. Su estrategia ha sido usar la crisis migratoria para exacerbar los sentimientos nacionalistas de los alemanes y presentar al gobierno del CDU (encabezado por Angela Merkel) como un gobierno débil e incapaz de poner bajo control los influjos de inmigrantes. Finalmente, haciendo a un lado las aventuras de Vox en España y Marine Le Pen en Francia, la Italia que parecía haber dejado atrás la sombra de Mussolini hace ya tantos años ha caído en el encanto de Matteo Salvini, que también recurre a la retórica anti-inmigración y es el hombre al que Scurati vislumbra como una suerte de
descendiente indirecto o inconsciente de Mussolini, más peligroso que los que salen a las calles a proclamar simpatías directas con el Duce o los nazis.
Y es precisamente a esa discusión a la que el Hijo del Siglo hace una contribución importante. En el momento histórico que vivimos, hay una cierta carencia de precisión en el lenguaje para referirse a los Trumps y Bolsonaros que acechan las democracias en todas las latitudes. El término común para referise a este tipo de lideres es el término “populista”, que es vago e inadecuado en la medida en que no da cuenta de las tendencias reaccionarias, ultra-nacionalistas y xenófobas que éstos adoptan. Otros no titubean y optan por referirse a estos encantadores de serpientes como -fascistas-, corriendo el riesgo de ser acusados de adoptar el maniqueo lenguaje propagandístico que domina las discusiones políticas contemporáneas. Y esta es una acusación que no debería tomarse a la ligera: El recurso propagandístico consistente en tildar de fascista a cualquiera que piense diferente pierde efectividad con rapidez. Hugo Chávez, la caricatura contemporánea del caudillo latinoamericano, usó el término -fascista- para referirse incluso a la oposición de izquierda que intuía en su “socialismo del siglo XXI” la tiranía que hoy se ha apoderado de Venezuela.
Emilio Gentile, un historiador italiano que ha escrito extensivamente sobre el fascismo, sugiere que es un “gran error“ usar el término fascismo para referirse a estos fenómenos más contemporáneos porque se corre el riesgo de pasar por alto las características propias de estos fenómenos y los nuevos peligros que estos revisten en sí mismos. Gentile hace este punto claramente en este reportaje de Beatriz de la Pava para BBC en Español:
Gentile tiene algo de razón, pero además uno debería resistir la tentación de ir por ahí tildando a todo el mundo de fascista si no por rigor semántico, por lo menos para evitar la coincidencia retórica con los mentecatos que quieren zanjar cualquier discusión política acusando a sus oponentes ideológicos, por ejemplo, de castrochavistas.
E insisto: Es en este punto en donde la novela de Scurati hace una contribución importante. No creo que se trate de un descubrimiento o una novedad, pero es una imágen recurrente en El Hijo del Siglo que nos permite encontrar una de las claves del ethos fascista: El uso indiscriminado e inescrupuloso de la violencia (o como sugiere Scurati
en esta entrevista, de la brutalidad) como instrumento de coerción política.
“¡Eso es..., los fascistas son un antipartido! Practican la antipolítica. Estupendo. Pero después la búsqueda de identidad debe detenerse ahí. Lo importante es ser algo que permita evitar los obstáculos de la coherencia, el lastre de los principios. Las teorías, y su consiguiente parálisis, Benito Mussolini se las deja de buena gana a los socialistas (…) Los fascistas no quieren reescribir el libro de la realidad, solo quieren su lugar en el mundo. Y lo obtendrán. Se trata solo de fomentar los odios entre facciones, de exacerbar los resentimientos. Nada, entonces, quedará excluido. Ya no hay ni izquierdas ni derechas. Solo se trata de alimentar ciertos estados de ánimo que afloran en este crepúsculo de la guerra. Nada más. Eso es todo. ¿El programa de San Sepolcro? Es solo un trozo de papel, una premisa embarazosa. Nos han ensartado bastantes peticiones desconcertantes pero, en el fondo, ellos son los Fascios de Combate y su auténtico programa está encerrado por entero en la palabra «combate». Pueden y deben, por tanto, permitirse el lujo de ser reaccionarios y revolucionarios según las circunstancias. Ellos no prometen nada y mantendrán su promesa.”
De manera pues que a diferencia de los que creen que el fascismo es una ideología con rasgos muy definidos, Scurati parece sugerirnos que el fascismo es ante todo una teoría sobre el poder (sobre cómo acceder al poder) ejecutada a la perfección y propiciada por las ingentes cantidades de veteranos de la primera guerra mundial cuyas frustraciones y experiencia empuñando armas constituían la plataforma política perfecta. Este otro aparte de la novela en el que Mussolini confiesa el rol meramente instrumental de sus hermanos en armas es muy elocuente:
"Lo sé, los veo aquí delante de mí, me los conozco de memoria: son los hombres de la guerra. De la guerra o de su mito. Los deseo, como el varón desea a la hembra, y, al mismo tiempo, los desprecio. Los desprecio, sí, pero eso no importa: ha terminado una época y otra está a punto de empezar. Los escombros se acumulan, los desechos se reclaman entre ellos. Soy el hombre del «después». Y me enorgullezco de ello. Con este material de segunda —con esta humanidad de residuos— es con lo que se construye la historia."
Entendido así el fascismo, como un método para acceder al poder prácticamente desprovisto de ideología cuyo principal insumo político es la violencia y la brutalidad, podemos sacar conclusiones sobre el mundo en que vivimos y podemos usar el término fascista con más precisión. El punto de Gentile cobra un poco más de fuerza: En la medida en que los Bolsonaros y los Trumps de este planeta no han apelado (todavía) a la violencia como su principal arma política sino que se han hecho elegir en las urnas, son un fenómeno relativamente diferente. Son realmente peligrosos incluso sin el monopolio de la violencia porque se presentan como verdaderas encarnaciones de la soberanía popular, investida en ellos a través de las urnas.
Pero Scurati parece proponer (no tanto en el libro como en sus comentarios públicos sobre el mismo) que si bien los Salvinis de este mundo no son fascistas en el sentido estricto de la palabra, son por lo menos herederos inconscientes o aprendices del fascismo como método. La idea de un torpe aprendiz de fascista, por ejemplo, se me antoja como la descripción más precisa de Donald Trump. En todo caso, parece claro que la mayoría de los “populistas” contemporáneos no son fascistas en el sentido estricto porque no recurren directamente a la violencia como arma de lucha política. Pero es muy ingenuo creer que estos hombres-fuertes se abstienen de la violencia por respeto a las instituciones democráticas o al Estado de Derecho. La consideración que los aleja de la violencia como arma de lucha es mucho más pragmática: No tienen los números. Y si no tienen los números ni las armas para hacerse al poder, el método Mussoliniano sugiere que es mejor esperar el momento adecuado para la gran marcha y presentarse, mientras tanto, como la fuerza del orden. Apartarse del manual fascista puede salir caro, como lo demuestra el intento de golpe de los seguidores de Donald Trump. La turba envalentonada de Trump se atrevió a tomarse el capitolio americano para cambiar el resultado de las elecciones, pero falló porque no tiene los números ni controla el uso de la fuerza. El corolario es que este intento fallido los saca finalmente del closet como la facción fascista que son en realidad y les hace mucho más difícil presentarse como las fuerzas de la ley y el orden. Yo estoy convencido que la gran diferencia entre el fascismo y el Trumpismo es precisamente eso: Una cuestión de cálculo, una mera cuestión de números. Algo parecido puede observarse en la Francia de Le Pen, la Italia de Salvini e incluso el Brasil de Bolsonaro. Aunque algunos de ellos hayan construido movimientos masivos y sean muy populares en las elecciones, no pueden usar la fuerza como principal arma de lucha porque no tienen la suerte de Mussolini: No disponen (todavía) de cientos de miles de hombres de la guerra furiosos y dispuestos a exterminar a sus opositores políticos a punta de tiros y porrazos.
Pero antes de concluir que el termino fascismo es inadecuado para dar cuenta de estos nuevos populismos, vale la pena revisar los otros elementos claves del movimiento de Mussolini. Los personajes del Hijo del Siglo acusan por lo menos otras tres características importantes: Primero, la constante invocación de los peores instintos de nuestra especie y su transposición a una agenda política. En el caso de la Italia de Mussolini, el resentimiento que albergaban los veteranos de guerra hacia la injusta repartición del botín de la primera guerra mundial era uno de esos sentimientos fácilmente maleables para fines políticos. Se trataba de la gran herida en el orgullo patrio de los valientes que pelearon la gran guerra y resultaron victoriosos para luego ver a los grandes poderes repartirse el botín sin mucha consideración por Italia: Una suerte de nacionalismo mancillado, análogo al sentimiento anti-inmigración al que apelan los populistas Europeos contemporáneos para presentarse como los únicos capaces de impedir que la gentuza que cruza el océano invada a Europa y condene a los Europeos al caos y a la perdida de sus culturas y tradiciones. Este parrafo del libro de Scurati es muy elocuente al respecto:
“Benito Mussolini por ahora está allí con las manos vacías, pero ha sido el primero en comprender que cabía explotar el rencor para la lucha política, el primero en haberse puesto a la cabeza de un ejército de insatisfechos, desclasados y fracasados que se pasan los días sacando brillo a sus puñales mientras él los pasa entre la redacción y la calle, a la espera de que algo explote.”
El segundo elemento que El Hijo del Siglo parece resaltar es la tendencia fascista a fabricar y cultivar la de la idea de un enemigo público, la idea de una facción opositora con la cual no se puede transigir ni dialogar ni coexistir. En la Italia de inicio del siglo XX los socialistas eran la perfecta encarnación de este enemigo público. El recuento que hace Scurati sobre la gran decepción socialista de los años 20 es, dicho sea de paso, un indicio más de que que El Hijo Del Siglo trasciende la propaganda. La novela relata en suficiente detalle el verdadero lastre en el que el socialismo Italiano se había convertido en ese momento de la historia, no para sugerir que los socialistas merecían la brutalidad que se avecinaba sino para explicarnos cómo es que los socialistas Italianos, que amenazaban con huelgas y revolución y actuaban como tiranos en las provincias contribuyeron a la causa propagandística de Mussolini y a su esfuerzo por presentarlos como los enemigos de Italia. Estos son un par de apartes particularmente interesantes al respecto:
"(…) Bolonia está devastada. En la ciudad hay nada menos que dos Cámaras del Trabajo que compiten entre sí en extremismo revolucionario. Incluso el alcalde socialista Zanardi, que de natural es un moderado, para no perder terreno anima a la ocupación de las villas señoriales invitando a los inquilinos a proclamarse dueños de las viviendas. El «callo en las manos» hace y deshace. Se llega a negar el pan a quienes no tienen carnet del sindicato, las clases medias están entre la espada y la pared, muchos empleadores prefieren vender sus propiedades"
"(…) Las ligas «rojas» son las dueñas de la situación. Consiguen imponer a los propietarios agrícolas condiciones laborales tales que los privan casi prácticamente de todo derecho de propiedad sobre sus tierras. A los terratenientes que violan las reglas impuestas por las ligas se les imponen fuertes multas que engrosan las arcas de los huelguistas. La aversión hacia los arrendatarios y los pequeños propietarios es particularmente tenaz. A estos, a quienes sienten más próximos, los jornaleros sin tierras les reservan su odio más despiadado."
Leyendo con cuidado a Scurati, es imposible evitar la conclusión de que los abusos de las organizaciones obreras y campesinas y la fijación socialista con la guerra de clases fueron verdaderos amplificadores del mensaje propagandístico de Mussolini y del sentimiento de rencor y frustración entre la base política del Duce:
“Los obreros, presa de la bravuconería, cuando se encuentran con el caballero acicalado con uniforme de oficial y monóculo, que se jacta de sus batallas a la salida del Caffè Paszkowski, se convencen de que la guerra ha sido una especulación a costa del pellejo de los pobres y le escupen a la cara. En el lado opuesto, los pequeñoburgueses, que en el frente tal vez llegaran a mandar un pelotón, consiguiendo una cinta al valor o una medalla, y ahora en la vida civil, desempleados e ineptos, se ganan los gargajos de sus antiguos subordinados, se sienten aún más traicionados. En definitiva, entre burgueses y proletarios, la decepción es mutua y universal.”
El tercer elemento característico del fascismo es el culto a un caudillo, a un hombre fuerte capaz de salvar a la nación del abismo. En El Hijo del Siglo, este elemento se hace particularmente evidente en la forma en que Scurati describe la tensión entre Benito Mussolini y Gabrielle D’Annunzio, el poeta y héroe de guerra que jugó un papel muy importante en los inicios del fascismo. Si Mussolini sentó las bases políticas del fascismo e Italo Balbo las militares (o paramilitares), D’Annunzio fue tal vez el padre de la lírica fascista, el hombre que hacía poesía de las palizas y las porras. Dada la gran admiración que los veteranos de guerra sentían por D’Annunzio, Mussolini lo necesitaba y a la vez lo odiaba con la envidia de quien se sabía menos querido por las masas de hombres en armas llamadas a efectuar la revolución fascista. Así describe Scurati el culto a los hombres fuertes, en particular a D’Annunzio, desde los inicios del movimiento de Mussolini:
"Son en su mayoría veteranos de la Primera Guerra Mundial, la mayor guerra de la historia, que disputaron y ganaron contra el enemigo ancestral del pueblo italiano, ni un año hace, en las orillas del río Piave y, sin embargo, D'Annunzio logra que se sientan derrotados. Y por esa razón ellos lo veneran. Adoran y veneran al mago capaz de ese milagro de alquimia psicopática que está transmutando la mayor victoria jamás alcanzada por Italia en los campos de batalla en una derrota humillante."
Esta tendencia a crear caudillos y a adorar hombres fuertes está muy presente en la oleada de populismo que vivimos. Está latente en el culto a Bolsonaro, en el culto a Salvini, en el culto a Vladimir Putin e incluso en la popularidad de Marine Le Pen, que es en cierto sentido un culto a su padre, el héroe de guerra y negacionista del holocausto Jean-Marie Le Pen. El caso de Le Pen parece apartarse de la obsesión con la figura del varón y el patriarca, pero me atrevo a decir que la credibilidad de Le Pen como la salvadora de los “valores y tradiciones francesas” está ligada a una suerte de recepción hereditaria de la fuerza viril de su padre, el veterano condecorado, el macho que defendió la dignidad mancillada de Francia. Pero el culto más paradigmático y patológico es sin duda el culto a Donald Trump, empresario fracasado, potencial acosador sexual, potencial evasor fiscal, fundador de universidades fraudulentas, estrella de reality shows y anaranjado frecuentador de cámaras de bronceo. Los seguidores de Trump son una turba de deplorables muy parecida a la “humanidad de residuos” que lideraba Mussolini. El propio Steve Bannon, propagandista por excelencia del Trumpismo (el análogo Trumpiano de Joseph Goebbels) se mostró satisfecho de que los comentaristas políticos “liberales” adoptaran el término “deplorables” para referirse a los Trumpistas porque sabe que la popularidad de Trump depende de que esta turba de desencantados y resentidos le confíe todas sus frustraciones y sus peores instintos al hombre fuerte naranja que les promete hacer a América grande otra vez. Se trata de la religión más peligrosa que se haya fundado en el siglo XX. En los bajos fondos de internet hay una exitosa teoría de la conspiración (el llamado Pizza-gate) que postula que Trump es una especie de salvador enviado por los cielos para librar a los americanos de una élite pedófila que secretamente se alimenta de la sangre de niños y controla lo destinos del mundo de la mano de billonarios globalistas como Bill Gates y George Soros. Cualquier discusión con esta gentuza es imposible: Su fé es a prueba de evidencia y sus teorías de la conspiración son ciertas no porque estén probadas sino porque los “liberales globalistas” no han podido probar que son falsas. Adoptan la dialéctica de las sectas religiosas: Quien postula una teoría no tiene la carga de probarla, es el resto del planeta el que tiene la carga de refutar sus majaderías. El propio Trump ha admitido públicamente esta histeria masiva en uno de sus mítines políticos: Se atrevió decir que sus seguidores son tan leales que en caso de que decidiera pararse en la mitad de la quinta avenida y le disparara a algún transeúnte, no perdería ni un solo voto:
Confieso además que otro argumento importante a favor del uso del término -neofascistas- para referirse a estos personajes es de tipo propagandístico. Sus propagandistas son increíblemente hábiles para acuñar lenguaje de batalla con el que referirse al enemigo: Castrochavistas, copos de nieve, libtards (una combinación de las palabras liberal y retrasado, para referirse a los liberales), globalistas (para referirse a quienes no comparten su pretendida exaltación nacionalista) de manera que, revisada la historia, haríamos bien en contraatacar haciendo uso del peso semántico del término fascista para referirnos a estos fascistas en potencia, a estos aprendices de fascista. Ellos no son los únicos que tienen derecho a hacer cálculos propagandísticos.
Finalmente, valdría la pena pensar en lo que nos dice El Hijo del Siglo sobre la realidad política Colombiana. ¿También se equivocan quienes acusan a Alvaro Uribe y al centro democrático de ser una fuerza fascista? Me temo que si nos atenemos a la conclusión de más arriba, el Uribismo (y tal vez su más reciente encarnación en el centro democrático) no puede salir bien librado. Basta con recordar el pacto de Ralito y considerar la simbiótica relación entre el Uribismo y las fuerzas paramilitares que en los noventas controlaban vastísimas extensiones de la Colombia rural en la que la presencia del estado como monopolista de la fuerza era y sigue siendo extremadamente débil. Recordemos además que durante el gobierno de Uribe ocurrieron
177 masacres, muchas de ellas perpetradas por ejércitos paramilitares de extrema derecha con el fin de limpiar las regiones de subversivos y/o sus colaboradores y de exterminar al otro, al enemigo público. Recórdemos además que hay reportes y documentación creíble sobre la extrema vesanía y brutalidad empleada por los paramilitares (motosierras, decapitaciones, torturas, humillaciones públicas y abusos sexuales) y que varios miembros de la fuerza pública han sido encontrado culpables de permitir o incluso colaborar en la ejecución de estas fechorías. Consideremos por un segundo este recuento que hace Scurati sobre la brutalidad de las escuadras fascistas en la Italia rural de la Italia de Mussolini y pensemos en la historia reciente de la Colombia rural:
"Lo colocan contra la pared. Hacen salir a los viejos, a la mujer y a los niños para que sean testigos de la ejecución del hijo, del marido, del padre y alinean frente a él un caricaturesco pelotón de fusilamiento. Las dos niñas pequeñas —que quizá tengan siete y nueve años— no chillan, no lloran, enmudecidas ante la inminente muerte de su padre y el apocalipsis de su mundo. Los escuadristas apuntan con sus armas. Después de que el hombre con las gafas de motociclista dé la orden abren fuego. Pero el jefe sindical sigue de pie: todos han levantado el arma para fingir una ejecución. En ese momento su esposa estalla en sollozos, se deshace en un irrefrenable llanto de alivio. El marido aparta la espalda del muro y da un paso cauteloso hacia ella. Solo su hija mayor se da cuenta de lo que ocurre. Tiende una pequeña mano con la palma abierta, dirigida hacia arriba y hacia afuera, y lanza un grito que perdurará toda su vida: —¡No, papá, vete, vete! El hombre de las gafas gira la maza herrada sobre su cabeza y asesta un golpe en la cabeza del jefe sindical. El padre derribado se arrastra por el suelo hacia sus hijas con el rostro cubierto de sangre, tartamudeando palabras inconexas, repta entre las piernas de los escuadristas que lo golpean con sus garrotes. Parece que todo ha terminado. El jefe de los asesinos, sin embargo, hace un gesto a los suyos para detener la paliza. Luego avanza lentamente hacia el hombre en el suelo, le pasa la pierna derecha por encima, se coloca a horcajadas sobre él, y dobla las rodillas, con un gesto incongruente, en una postura desmañada e incómoda, en cuclillas sobre sus talones, casi forzado por una repentina necesidad de defecar. En cambio, extrae del bolsillo de la gabardina una pistola y dispara al hombre moribundo por la espalda. El cuerpo se estremece. Ahora sí que todo ha terminado."
Aunque es muy ligero salir a las calles a gritar que Alvaro Uribe Velez es un paraco (así como habría sido muy ligero sugerir que Mussolini era un escuadrista de porra) es innegable que el Uribismo como fuerza política ha usado la violencia paramilitar para fines políticos o por lo menos ha sido su beneficiario político principal. Aunque el Uribismo como fenómeno político haya sido refrendado en las urnas, lo cierto es que la alianza entre algunos de sus líderes y los ejércitos paramilitares, la verdadera simbiosis entre su facción política y la violencia paramilitar, lo acercan peligrosamente al fascismo. No al neofascismo desarmado de Le Pen, sino al fascismo más primigenio: Aquel en el que un gran hombre, un hijo del siglo (¿un gran colombiano?) se tomaba el poder a porrazos para cumplir con los designios de su destino: Salvar a su nación de un terrible enemigo, de una extrema indignidad. Si Mussolini proponía al fascismo como el reemplazo lógico de la democracia liberal en decadencia, el Uribismo nos propuso en algún momento reemplazar el estado de derecho por un estado de opinión.
Acemoglu y Robinson hacen un análisis desapasionado al respecto en su bien recibido libro sobre el origen del poder, la prosperidad y la pobreza (¿Por qué fallan las naciones?):
“(…) La violencia y la ausencia de instituciones estatales entran en una relación simbiótica con los políticos que llevan las riendas de las partes funcionales de la sociedad. Esta relación simbiótica surge porque los políticos en el nivel nacional explotan la ausencia de gobierno y estado de derecho en las provincias, mientras el estado central deja a los grupos paramilitares a su suerte. Este patrón se hizo particularmente evidente desde el año 2000. En el año 2002, Alvaro Uribe ganó las elecciones presidenciales. Uribe tenía algo en común con los hermanos Castaño: Las FARC también habían matado a su padre. Uribe basó su campaña política en la repudiación de los esfuerzos del gobierno anterior para negociar un acuerdo de paz con las FARC. En el año 2002 su porcentaje de votos fue 3% mayor en las zonas con influencia paramilitar. En 2006, cuando fué reelegido, su porcentaje de votos fue 11% mayor en esas áreas. Si Mancuso y sus socios pudieron asegurar una victoria en las elecciones al congreso, también lo podían hacer en las elecciones presidenciales, especialmente para favorecer a un presidente fuertemente alineado con su visión del mundo y que probablemente les daría un trato laxo. Como lo aseguró Jairo Angarita, el hombre de confianza de Mancuso y líder de los bloques Sinú y San Jorge de las autodefensas, él estaba orgulloso de trabajar por la reelección del mejor presidente que hemos tenido”. (La traducción del original en inglés es mía).
Sea lo que sea que creamos al respecto, lo cierto es que la obra de Scurati es importantísima precisamente porque escudriña en la sabiduría de la historia para ofrecernos nuevos elementos para evaluar nuestra realidad política y examinar el lenguaje en el que nos referimos a ella. Todo esto en 800 páginas, que son muchas, pero están muy bien escritas.
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