domingo, marzo 10, 2013

Una forma de despedir a Diego




Hoy es 8 de marzo de 2013 en Hamburgo, una ciudad al norte de Alemania que queda tan lejos, tan al norte de todo, que un lugar como Barranquilla es prácticamente impensable. Si tomo el próximo vuelo, lo más probable es que llegue muy tarde para comprobar con mis propios ojos algo que a la distancia es casi imposible de aceptar. 

Tal vez es mejor así: Tal vez lo mejor sea no mirar esta tragedia a los ojos porque la palabra tragedia no tiene cabida al lado del nombre de Diego Melo. Pienso que si pudiera contarle las ganas casi irresistibles que tengo de montarme en ese avión, él mismo me aconsejaría haciendo alarde de su implacable pragmatismo: “Nombe, no seas marica.” 

Así era Diego. Donde Diego estaba siempre había sonrisas, siempre había razones para reírse, siempre había música, siempre había amigos. Uno de los mejores años de mi vida lo pasé a su lado y al lado de Eduardo Gómez compartiendo un apartamento que bien pudo haber sido en su momento la embajada costeña en Bogotá. Siempre había visita, siempre había música, siempre había gran compañía, siempre había vida. 

Y entonces el reto es precisamente aceptar que alguien cuyo nombre era sinónimo de vida ya no esté con nosotros. Para intentarlo propongo que lo primero sea desafiar un poco al dolor con el fin de recordar, con los ojos cerrados, la última vez que lo vimos despierto. Y en este aspecto la mayoría de ustedes, presentes en su sepelio, son más afortunados que yo (si es que hoy cabe la palabra fortuna) porque guardan recuerdos más recientes. 


A mi me queda mucho más difícil el ejercicio de recordar porque la última noche que lo vi fue en alguno de los días de septiembre u octubre de 2011. Ya no sé cual. Y recuerdo que al verlo llegar con Andrea, seco como a veces soy, después de un año sin vernos, le ofrecí la mano y él con esa sonrisa gigante que tenía me hizo un gesto de desaprobación y cambió el escueto estrechón de manos por un gran abrazo. Siempre hacía eso. Así era mi amigo. Así son mis últimos recuerdos de él: Montado en su nuevo Volkswagen que lo hacía sentir orgulloso y que no tenía ya ni rastros del irresponsable que se escapaba de alguna de esas clases aburridoras del pensum de ingeniería electrónica para ir a jugar billar conmigo. 

El 21 del mes pasado, a propósito, fue el primero en acordarse de mi cumpleaños y me mandó un mensaje diciendo que apareciera uno de estos días para que habláramos “paja”. Cómo me gustaría haberle hecho caso les confieso, cómo me gustaría haberle hablado por una última vez, o aparecerme uno de estos días en la novena con ciento diecisiete y encontrarlo hablando paja, en una de esas legendarias sesiones de habladuría que solo eran posibles cuando él estaba presente. 

Reto a todos los presentes a que en un momento de calma hagan el mismo ejercicio. Les garantizo que esos últimos recuerdos del Diego que todos conocimos les van a arrancar una sonrisa. Así era Diego y así se queda. Su simpatía es a prueba de fatalidades. Agradezcámosle hoy su amistad y su cariño. Los que puedan, acérquense y agradézcanle también de mi parte, recuérdenle que lo quiero mucho, que lo extraño, porque yo desde acá no puedo. La pena de que ya no esté es muy profunda pero la impotencia que siento al no poder ir a despedirlo es un dolor paralizante. Le rompe el corazón a cualquiera. Ustedes que están tan cerca elaboren su duelo ahora, porque a los que estamos lejos el duelo se nos posterga, se nos pega al cuerpo. A nosotros, los que lo queremos de lejos, se nos van a esconder algunas lágrimas y cuando el tiempo lo permita tendremos que ir a dejarle una flor solitarios, cuando ya ustedes hayan tenido oportunidad de dejarle muchas, cuando ya ustedes se hayan empezado a acostumbrar a la terrible idea de que el Diego no está. 

Pero basta de autocompasión. A Diego no le gustarían estas cosas. Yo lo conozco y él preferiría que lo despidamos con algo más positivo, con algo que nos impulse a seguir andando. Y a riesgo de caer en la tentación de hacer hagiografía, que es lo que uno tiende a hacer cuando la gente querida se va, yo propongo que hoy con ocasión de Diego pensemos en lo que significa el valor de la amistad. Diego no era un santo porque los santos deben ser personas aburridísimas, pero la memoria de su vida es un gran testimonio sobre la amistad. El Diego se daba con su forma fácil, sin miramientos de clases sociales, sin sensiblerías innecesarias, con una simpatía irresistible. 

Aprovechemos esta ocasión, o aprovéchenla ustedes, que están allí todos reunidos, para convertirla en una de esas ocasiones que le encantaban a Diego: Que el Quique saque la guitarra y entre todos canten las canciones que le gustaban, que el pollo organice un – partidito- de fútbol, que suenen el Joe Arroyo y Juan Luis Guerra, que alguien ponga carne en el asador y que aunque el Diego no esté para ponerla a punto, no se permitan el error de dejarla quemar. Lloren lo que tengan que llorar, hagan su duelo, pero no vayan a perder esta oportunidad para recordar lo más importante que Diego nos dejó: Su maravilloso ejemplo sobre lo que significa la amistad. Los que aquí quedamos somos los responsables de que su legado de alegría se quede aunque él ya no esté. Contémosle a todo el mundo, con una sonrisa, que teníamos un amigo que se llamaba Diego Melo que tenía el don de la alegría y de la amistad, que era un gran conversador, que era un rompecorazones, que muchos nos conocimos a través de él y que gracias a este vínculo de amistad que él mismo ayudó a labrar, su memoria no se va a extinguir. 

Es muy doloroso no estar ahí con todos ustedes, amigos queridísimos. Viví junto a Diego, me gradué junto a Diego, celebré a su lado. Saben como lo quiero después de tantos años de amistad. Todavía recuerdo, como si fuera ayer, la tarde Barranquillera de finales de los noventa en la que lo conocí. Duele pensar que pierdo esta oportunidad de estar con él por última vez. Quedaron muchos planes truncados: Bodas, viajes, bautizos. No estar allá con ustedes sino en medio de estos veinte centímetros de inverosímil nieve de marzo se siente como una fría oportunidad perdida. Díganle al Quique que me guarde unas canciones de las que a él le gustaban para cantárselas cuando vuelva. Perdónenme esta ausencia 

Reciban mis palabras, señor Eduardo y señora Helda, como la voz de los que estamos lejos: Angela Bernal, Vanessa García, todos todavía estupefactos. Los acompañamos en su dolor y aprovechamos la triste ocasión para agradecerles las puertas siempre abiertas, el calor de hogar. Sepan que su hijo es bienquerido, que deja muchos amigos, que hay gente que lo llora hasta en el otro lado del océano. Sepan que criaron a un hombre íntegro, a un entrañable rompecorazones, a un gran amigo que no se olvida, a un hermano del alma. 

Sepan que desde Italia Vanessa me contó que aún le habla al Diego, que casi puede oír su voz burlona. Sepan que perdido en esta nieve helada atesoro los recuerdos de su hijo, que anhelo estar bajo el sol barranquillero junto a ustedes para cantar unas canciones con el Quique, darles un abrazo a todos e intentar, arañando al dolor, una sentida celebración de la memoria de ese gran amigo, de ese amigo entrañable que se llamaba Diego Melo.







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